Impreso por primera vez en la edición física de La Prensa del 27 de Febrero del 2024.
Hace veinticinco años tuve la suerte de vivir en Rusia. Mi esposa y yo pasamos casi cuatro años en Moscú. Nos sentimos muy afortunados de poder viajar por todo ese país tan extraordinario. En muchos sentidos, Rusia es todo lo que uno se imagina: montañas nevadas, vastas extensiones de bosques y ríos inmensos, iglesias y fortalezas maravillosas, un arte extraordinario y un ballet precioso. Y, una vez que se les conoce, gente generosa y de gran corazón.
Viví en Rusia entre 1998 y 2002. Vi el final de la presidencia de Borís Yeltsin y el comienzo del mandato de Vladímir Putin. Fue una época emocionante para estar en Moscú, una época de grandes anhelos de grandes cambios. Conocí a cientos de jóvenes, de mi edad entonces, rebosantes de entusiasmo y esperanza. Esperanza de que el país del que estaban tan orgullosos tomará un nuevo rumbo. Un rumbo que les brindaría a ellos y al pueblo ruso libertades y oportunidades de las que nunca habían podido disfrutar ni ellos, ni sus padres, ni sus abuelos. Deseaban fervientemente que sus dirigentes, fueran quienes fueran, aprovecharán la oportunidad que les brindaba el fin del comunismo y la desintegración de la Unión Soviética para establecer relaciones más sociables y responsables con el mundo. Su pasión era contagioso.
Hoy, un cuarto de siglo después, vemos cómo las esperanzas y los sueños de todos aquellos jóvenes rusos con los que hablé se estrellan contra las rocas del obsesivo control totalitario de un hombre. Han tenido que contemplar, impotentes, cómo Vladímir Putin ha arrastrado a su país desde las libertades que anhelaban hacia la oscuridad de la opresión y el miedo al Estado impune que vemos hoy.
Me reuní varias veces con el líder de la oposición, Boris Nemtsov. Decidido crítico de Vladímir Putin, fue asesinado a tiros en el centro de Moscú en 2015, a la edad de 55 años. También conocí a Anna Politkovskaya. Anna, periodista, escritora y activista de derechos humanos, valiente y con principios, murió tiroteada en Moscú en 2006, a los 48 años. Alexander Litvinenko, otro crítico de Putin, murió en la más agónica de las muertes por envenenamiento radiactivo en 2006, a los 43 años. Y justo hace dos semanas, Alexei Navalny, el admirado líder de la oposición y crítico de Putin, murió, lejos de su familia, en un miserable campo de prisioneros en la helada Siberia, a los 47 años. La lista de asesinados por enfrentarse a Vladímir Putin es, por supuesto, mucho más larga.
El sábado pasado, 24 de febrero, se cumplió el segundo aniversario de la invasión rusa de Ucrania, un ataque premeditado, bárbaro, y no provocado, contra un Estado soberano y democrático. Llevado a cabo bajo las órdenes de Putin, el ataque de Rusia ha causado muerte y destrucción a un nivel no visto en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
Para muchas personas aquí en Panamá, lo que está ocurriendo en Ucrania les parecerá muy lejano. Algunos argumentarán que “No es nuestro problema”. Pero lo es. Por muy lejos que estemos, ninguno de nosotros puede aislarse del desafío de Putin a las leyes, las normas, los principios que todas nuestras naciones han construido tan cuidadosamente para ayudarnos a mantenernos a nosotros y a nuestros países seguros, para ayudarnos a prosperar. De hecho, más que desafiar estas normas y principios, Putin parece querer destruir muchos de ellos.
Nuestra respuesta debe ser de fortaleza, resistencia y unidad. Tenemos que reforzar nuestras defensas, permanecer cerca de nuestros amigos y socios más fuertes y tender la mano a nuevos aliados. Ahora es el momento de que todos —en Panamá, en América Latina, en todo el mundo— redoblemos nuestro apoyo a Ucrania, para que no solo gane la guerra, sino que emerja de ella como un país fuerte, soberano y libre. Al hacerlo, nos aseguramos de que, al menos en Ucrania, los esfuerzos de Putin por socavar la estabilidad mundial se detengan en seco. Si permitimos que él, su círculo cero y su maquinaria de guerra arrasen con los principios globales, los riesgos para el orden mundial y para todos nosotros son graves.
Si, como yo, escuchó a la esposa de Alexei Navalny, Yulia, hablando en Alemania hace dos semanas, minutos después de enterarse de la muerte de su marido, estoy seguro de que usted también se habrá sentido asombrado por su compostura, su coraje y su determinación para defender la lucha por la que murió Alexei. Y habrán notado la pasión con la que hablaba de su amor por Rusia y el pueblo ruso.
La mayoría de las personas que conocí hace 25 años probablemente estén ahora demasiado asustadas para hablar de los sueños y las esperanzas de los que me hablaban entonces. Pero comparto lo que sé será su esperanza tácita hoy: que el pueblo ruso, antes de que pase mucho tiempo, encuentre a su magnífico país liberado de las garras del tirano que dice hablar por su pueblo, y sea capaz de pedir cuentas a Putin y a su comitiva.